sábado, 10 de agosto de 2013

La Fabulosa Trouppe de Maese Ahuete (II)


CAPÍTULO II

Cómo voy a olvidar el pueblo de Trehuela si allí descubrí que lo que la compañía mostraba sobre el escenario era sólo una pequeña parte de lo que suponía ser miembro de la Fabulosa Trouppe. Comprendí, al menos en parte, lo que significaba el mecenazgo del misterioso Maestro Ahuete (al que conocí en persona, para mi desgracia, tiempo después) y como enviaba sus ordenes a través del infame ‘Caracortada’. Asumí, a fin de cuentas, que éramos unos peones en un juego de intrigas, aunque valiosos, de los que se servían en su ir y venir entre fronteras para ser los ojos que todo lo ven y, muchas veces, las manos que ejecutan los designios de los poderosos. En definitiva, una bofetada que abría los ojos al mundo a un muchacho como yo, aunque tardé bastante tiempo todavía en desentrañar hasta que punto estábamos, como vulgarmente se dice, de mierda hasta el cuello. Pero entre tanto me sentía importante, parte de una siniestra conjura llena de aventuras y misterios. Y volví a subirme a un escenario, aunque durante mucho tiempo sólo hice pequeños papeles mientras aprendía el oficio y, poco a poco, mis compañeros de la Fabulosa Trouppe empezaron a tratarme como a uno de ellos. Aunque seguía siendo el chico para todo, claro, pero ahora al menos me lo pedían por favor.
***                 ***                 ***
Evidentemente evitamos la guerra entre Ardanza y Delonia llevando nuestros carromatos primero al oeste, cruzando el río, para adentrarnos en el bosque de Almera y enfilar luego al sur para participar en el Festival de Igualada, un evento bianual que  reunía a cómicos (y maleantes, por qué no decirlo) de toda la Heptarquía y que servía como puerta para un trabajo de temporada en uno de los teatros de Costania, la vieja capital del Imperio y centro decadente de la cultura y la artes, que garantizaba fama y dinero. Y si no se conseguía, siempre era un buen lugar para cerrar contratos con nobles o con sanguijuelas (también llamados representantes) para trabajar en otros pueblos, ciudades o teatros.
Una especie de consenso entre los miembros de la compañía me obligó a intercambiar mis escasos tiempos de descanso por un aprendizaje continuo de talentos “imprescindibles” para desenvolverme correctamente sobre un escenario. Maese Boleto reforzó mis conocimientos de letras empeñándose en que aprendiera a leer. Enzo intentó instruirme en los rudimentos de la esgrima, pero mi natural cojera dificultaba mis esfuerzos. Bartomeu desechó la acrobacia y se centro en los malabares. Reta me golpeaba con la convicción de que el talento musical entra con el palo. El señor Monforte me sorprendió con su paciencia, desentrañando para mí los trucos de la representación y enseñándome a respirar para no ahogarme con las tiradas de versos. Parfum se empeñó, sin ningún éxito, en revelar mis talentos mágicos ocultos. Realmente sólo saque provecho de las enseñanzas de Morena, tal vez porque puse más empeño en ellas o porque tenía el talento innato de los adolescentes empeñados en complacer.
Durante el trayecto a Igualada nos detuvimos en algunos puebluchos donde Maese Boleto ejercía de curandero itinerante, Enzo desafiaba con espadas romas a los garrulos del lugar, Reta leía el futuro y Bartomeu y Morena cantaban canciones picantes para deleite de la concurrencia… Yo, pasaba la gorra.
Aunque algunas cosas aprendí en ese tiempo. A estar callado y no preguntar por ‘Caracortada’, por ejemplo. O que la Fabulosa Trouppe era un grupo peligroso si se le tocaban las narices. O que las chicas con pecas son mi debilidad.
La primera vez que vi a Belisa lo hice amenazando su garganchón con un espadín afilado como el demonio que Enzo me hacía llevar a todas partes. El camino que seguíamos hacia el sur bordeaba por el oeste el río Nortancho, adentrándose cada poco en el bosque de Almera, en una región pobre y poco civilizada, muy dada a la proliferación de bandidos desarrapados. Y fue allí donde un grupo de inconscientes decidió que nuestros carromatos podían ser una presa fácil, o al menos una posibilidad de obtener un mínimo beneficio.
En muchas historias los bandidos son un grupo de simpáticos malandrines que merced a alguna ingeniosa treta obstruyen el camino y antes de que te des cuenta tienes que levantar los brazos y rendirte a sus ardites. No fue de ese modo. Parfum sabía que nos vigilaban y nos iban a atacar, así que estábamos preparados. Ellos no.
Cayeron sobre nosotros sin demasiado orden y gritando como para darse ánimos, su único acierto fue trabar la rueda del primer carromato con un tronco. O no, porque entonces no podíamos movernos y nos quedamos a matarlos. Reta, Morena y Maese Boleto asaetearon con sus ballestas a los tres tipos más grandotes nada más asomar sus caras por la linde del camino. Luego a otros tres más, que se habían parado al ver caer a sus compañeros.
Supongo que resulta descorazonador atacar en grupito aullante y numeroso y que un energúmeno silencioso, envuelto en humo verde y con la cara maquillada de colorinchis, salte hacia ti desde el techo de un carromato ignorando la evidente superioridad numérica. Y detrás de Enzo avanzaba Bartomeu con dos enormes cuchillos de siniestro aspecto y Monforte con una vieja espada afarolada. Yo, digamos que protegía la retaguardia. Todo podía haber quedado ahí, unos cuantos muertitos y heridos y una huida de los bandidos en toda regla. Pero eran muchos. Y mientras nuestra atención estaba en un lado, tres de los malos se las habían ingeniado par birlar un cofrecillo oculto  bajo un carromato y unos cachivaches que colgaban del lateral. Yo di la voz de alarma y antes de terminar mi grito histérico, con los bandidos casi adentrados en la espesura, apareció Parfum con una sonrisa siniestra en el rostro.
– A por ellos, Chico —me dijo, y haciendo un gesto me señaló a uno de ellos que acababa de tropezar con una raíz, que hubiera jurado surgió de la tierra como por arte de magia. Cuando llegue hasta el bandido ya se había incorporado y blandía ante mi un garrote peligroso. Me coloqué en guardia con mi espadín, pero fue inútil, de un golpe lo apartó a un lado y la vuelta del garrote alcanzó mi costillar. En el suelo, sin resuello, me dispuse a contemplar como terminaba la faena aporreando mi cabeza. Pareció dudar un instante. Suficiente para que una saeta de la ballesta de Morena (bendita sea) le rozara la cadera y le hiciera lanzar, un poco masculino, grito de dolor. El malvado bandido decidió huir de la escena y yo, enfadado y haciéndome el valiente a los ojos de Morena, salí en su persecución.
Debió ser todo un espectáculo ver a un cojo persiguiendo entre los árboles a un bandido renqueante por la herida en la cadera. Obviamente tarde bastante en alcanzarle y cuando lo hice lo agarré de una especie de bufanda que le cubría, haciéndole caer y descubriendo su rostro que, evidentemente, pertenecía a una chica. Pecosa a más saber. Belisa.
No puede decirse que Belisa fuera una belleza clásica, de esas que los artistas exponen en la pinacoteca de Costania o tuviera una hermosura carnal como la de Morena. Sus ojos no brillaban como el mar embravecido al atardecer, sólo chispeaban rabia y desprecio cuando la punta de mi espadín amenazó su cuello. Eran marrones, no muy oscuros y para evitar la vulgaridad los aclararé hasta afirmar que eran color miel (también ligeramente estrábicos cuando se ponía cariñosa, pero eso lo averigüé después). Sus dientes, que me mostraba como un lobo rabioso, parecían muy blancos debido a la sangre que surgía de sus labios golpeados contra el suelo. Sus orejas eran un poco demasiado grandes; su pelo, con dos trenzas recogidas en lo alto de su cabeza, era de un indefinible color entre marrón pajizo y cobre sucio. Y estaba muy delgada, lo que aniñaba su cuerpo desgarbado. Pero tenía unas pecas encantadoras en sus arreboladas mejillas y me enamoré de ella al instante como el joven tontuelo que era. Toda mi furia se desvaneció y sólo fui capaz de preguntar su nombre.
¿Cómo te llamas?
Pero qué mierda de pregunta es esa, ¿te parece esto un encuentro en el lavadero del pueblo? —De repente mudó su cara desafiante al terror absoluto. Tras nosotros apareció Parfum con la boca chorreante de sangre y el cofrecillo robado bajo el brazo.
Vaya, si es una gatita rabiosa. Te ha costado mucho atraparla ¿no?
Correr no es lo mío. – Conteste.
Y qué es lo tuyo, chico. Venga termina con esto.
¿La mato?
¿Podrías? —Mi respuesta era obvia y Parfum sonrió  como  el bicho malo que era— Señorita, hoy es su día de suerte. Mi amigo no quiere cobrar la recompensa por bandido muerto—. Y haciendo una reverencia se dio la vuelta. Pero en aquel momento la chica ocupaba todo mi interés y me atreví a decirle…
Pero esta herida. Yo…
Parfum sonrió y suspiró con fingida desesperación. Del cofrecillo sacó unas vendas y un tarro con una pasta verduzca. – Mejor apañaros vosotros, Maese Boleto sí querrá cobrar la recompensa. No tardes. – Y se fue tras darme un varonil puñetazo en mis costillas doloridas.
¿Qué era eso?
Parfum. Un sátiro.
¿Y las patas de cabra?
Eso son los Faunos.
Ah.
Aunque no creo que realmente necesitara mi ayuda me quedé a extender el potingue por su áspera piel bronceada. Pero lo hice sólo para tranquilizar su agitado pecho tras la aparición de mi cornudo amigo. Y le hablé mientras la curaba y le dije quien era y que íbamos a la Feria de Igualada y que éramos actores muy famosos y que me parecía muy guapa y… Le volví a preguntar por su nombre cuando ella aplicaba el bálsamo a mis costillas.
Belisa. Como Isabel, pero al revés.
Unos minutos saboreando el cielo y ya gritaba mi nombre Monforte, desde lo lejos, con su voz de Rey Gruñón. Así que me fui y deje a Belisa en el bosque con una sonrisa extraña en sus labios magullados. Me quede triste y sin dinero, teniendo que vigilar los carromatos mientras La Fabulosa Trouppe se gastaba en la taberna la exigua recompensa que obtuvimos en la siguiente villa con alcaldable.

Y el viaje continuó, y mi comportamiento en este encuentro con bandidos me inclinó a poner más empeño en las habilidades marciales que trataba de enseñarme Enzo; y durante un tiempo conseguí diluir la imagen de Belisa entre el trabajo que suponía tomarme en serio esta profesión de titiritero con ínfulas en la que me veía envuelto. Subí al escenario en algunos pueblos, en otros sólo pase la gorra, pero poco a poco adquirí responsabilidades y derechos en la trouppe, incluso me tocaron en el reparto algunas monedas que fui acumulando con la racanería propia de los pobres de solemnidad que no pueden imaginar un futuro tranquilo.
Baste decir que cuando llegamos a Moonerca, un pueblo maderero perdido en el bosque, había dejado la imagen de Belisa sólo para los encuentros nocturnos conmigo mismo. El hecho de que hubiéramos ido allí para ver a una bruja también hizo cambiar mi foco de atención.
Aunque Moonerca era un pueblo grande y próspero, famoso por sus abetos verderos, en esa época del año las mujeres eran casi los únicos habitantes de la localidad. Todos los hombres eran gancheros que bajaban sus troncos por el río Nortancho formando con ellos enormes nabatas. Desaparecían durante semanas para llevar su preciada madera a la lejana ciudad de Mántula. Y durante ese tiempo la bruja se instalaba en el pueblo y las mujeres acudían a ella con múltiples y misteriosos problemas. Las mujeres y Maese Boleto.
Maese Boleto, al que yo en un principio creí un añadido accidental a la trouppe, era un curioso personaje que desde su enorme altura (le sacaba más de una cabeza a Enzo) mantenía una mirada de sabia locura que le permitía ser la piedra angular sobre la giraba la compañía. Generalmente sus labores eran ajenas al espectáculo en sí, ejercía de curandero sacamuelas en los pueblos donde actuábamos, pero su presencia en los ensayos desembocaba en comentarios que eran atendidos por todos los cómicos de la Trouppe. Y preparaba misteriosos potingues y coloridas pócimas que debían ser de suprema importancia para la compañía porque desviamos nuestro camino a Moonerca para que él pudiera atender sus asuntos con Lady Buche, la bruja.
Cuando uno evoca la imagen de una bruja desde sus recuerdos infantiles siempre tiene el aspecto de vieja mujer marchita con verrugas en la punta de la nariz y un vestuario propio de una obra de terror lóbrego. Pues bien, Lady Buche tenía un aspecto todavía peor y además olía fatal.
Cuando la Trouppe llego a Moonerca resultó evidente que no era la primera vez que la compañía pasaba por allí y medio centenar de mujeres nos recibieron con evidente satisfacción. Prepararon alojamiento en un granero para nosotros y esa misma noche se celebró una cena en nuestro honor a la que correspondimos representando Las burlas de las Marías. Obrita tremendamente divertida que satiriza hasta el ridículo a los hombres en general y a los maridos ignorantes (cornudos sería un término más exacto) en particular. También hubo bailes, canciones de picadillo, mucha bebida y, en definitiva, mujeres muy contentas celebrando un día sólo para ellas. Eso supuso una noche muy movida para mí, cuajada de palmoteos en mis nalgas y de insinuaciones obscenas sobre mi juventud  que quedaron en una nebulosa de rubor y aguardiente.
Cuando Maese Boleto me despertó mi cabeza daba vueltas y tenía la boca pastosa y pesada; en ese momento amanecía.
Venga Chico, despierta. Vamos que no tenemos todo el día.
¿Maese? ¿Qué pasa? Es muy pronto…
Lávate un poco y coge esa cesta. Rápido, nos están esperando.
Pero… ¿Y los demás?
Les dejamos dormir un poco más. Venga espabila, Chico. Y coge tu espadín.
Y con las luces del amanecer me esperaban a la salida del pueblo Maese Boleto, Reta y una risueña Lady Buche, que encabezaba la marcha hacia el bosque con una envidiable agilidad para una señora de no menos de doscientos años. O al menos eso me parecía mientras en mi cabeza retumbaban los sones del alcohol. Reta cerraba la marcha haciendo simpáticos comentarios sobre mi lentitud y mi torpeza.
He dicho en alguna ocasión que la señora Reta no era muy agraciada físicamente, pero eso no era del todo cierto. Su seco aspecto se transformaba cuando interpretaba, por ejemplo, a Madame Beula, y conseguía transmitir toda la sensualidad de la mítica cortesana que hizo caer el Imperio; o hacía creíble que Edomar el viajero cayera rendido a los pies de Desideria en su paso por la Isla de los Deseos. Pero en realidad su fealdad era una cosa más interior, su mala leche era proverbial, al menos para con mi persona y aunque debo confesar que nunca me golpeó en exceso, sus afiladas y continuas mortificaciones verbales (inventó no menos de treinta cancioncillas burlescas sobre mi leve cojera para ser acompañadas a la vihuela) me hacían situarla en lo más bajo de mi escalafón de preferencias en la Compañía.
Y allí andaba, adentrándonos en un bosque que hacia juego con el siniestro aspecto de Lady Buche, con un enorme cesto de mimbre a la espalda y acompañado de los dos miembros de la Trouppe con los que tenía menos relación. Tras una buena caminata en la que nadie se dignó a explicarme que narices hacía yo allí, llegamos a una zona en la que podía distinguirse un huerto plantado con esmero en un claro del bosque. En él nos esperaba un niña deliciosa con una túnica amarillenta, y digo niña porque apenas llegaba a mi pecho, aunque su pelo suelto y largo hasta los pies era blanco como el de una anciana. Me pareció que a Reta se le escapó una mínima reverencia hacia la niña-vieja que corrió a los brazos de Lady Buche llamándola por un nombre que sonaba como de otro mundo. Esa primera frase que escuché en la lengua del bosque quedo grabada en mi memoria para siempre.
Aefiche, Aefiche. ¿Pa ela tan asunami? – Y el resto de su breve conversación se perdió en susurros cómplices.
Como supe más tarde dedicaron el día a recoger diversas plantas, del huerto y de los alrededores.  Ortiga, valeriana, tomillo, ajo, tercianaria, salvia, malva, émula, ajenjo y algunas más que no recuerdo pese a que tuve que aprender sus nombres y propiedades de la mano de Reta y Maese Boleto durante el viaje posterior. Pero de mí se esperaba otro trabajo.
Chico ven aquí -me llamó con su sonrisa desdentada Lady Buche-. Esta es Sulem-ap-Luila, mi ahijada,  llámala sólo Luila si te resulta más fácil -señaló a la niña-vieja que me observaba impertérrita con sus ojos almendrados-. Ve con ella y ayúdala. Haz todo lo que te diga y no habrá problemas.
Y la niña del pelo blanco echó a andar y yo tras ella, tras buscar el seco asentimiento de Maese Boleto y lanzar mi mejor mirada despectiva a Reta que acompañó mi salida del claro con risitas insidiosas.
La tal Luila-ap-loquesea no miró atrás ni una sola vez y se adentró en la espesura sombría del bosque sin que las ramas y zarzas, que entorpecían mi ya de por sí lento caminar, parecieran molestarla lo más mínimo. Nunca llegue a perderla de vista, siempre se las arreglaba para aparecer cerca de mi si me despistaba, con una media sonrisa en su cara de niña-vieja. Intenté entablar algún tipo de conversación, pero como no parecía muy dispuesta y no sabía si me entendía me concentré en mis jadeos cansados durante el buen trecho que caminamos. Pese a que calculaba que era mediodía el bosque permanecía oscuro y húmedo y me hubiera paralizado por el miedo sino llega a ser porque me daba más miedo todavía quedarme solo en aquel lugar.
Por fin llegamos a nuestro destino y Luila me señaló unas plantas de color verde oscuro con unas florecillas marchitas de color blanco violáceo. Tendió hacia mí un paquete de tela áspera que contenía un cuchillo curvo de hierro y me hizo gestos para que extrajera la raíz de la planta. Cuando lo conseguí, con no poco esfuerzo, pronunció una única palabra con voz cantarina – Alruune. – Y me indicó por donde cortarla con el cuchillito señalando el cesto de mimbre para que lo llenara. Estas raíces de olor nauseabundo parecían deformes figurillas humanas y se supone que tienen valiosos poderes mágicos. Las llaman raíz de Alraune o Mandrágora.
Absorto en mi tarea no me di cuenta que Luila había desaparecido, así que cuando unas sucias patas de cabra entraron en mi ángulo de visión caí de culo asustado con un gritito ahogado. Con cierta torpeza temblorosa amenacé al ser con el ridículo cuchillito de hierro viejo.
Un fauno –dije–. Eres un fauno.
Muy bien zagal, chico listo. A veces nos confunden con sátiros, pero no nos parecemos en nada.
Eso era sólo parcialmente cierto, tenía la misma sonrisa de cabrón sabelotodo y peligroso que Parfum. Tampoco era muy alto, pero sus patas sostenían un torso musculado cubierto de cicatrices blanquecinas. Llevaba un cinturón del que pendía una especie de maza de siniestro aspecto y varias plantas colgadas en atados. En la mano llevaba dos largos dardos con los que se rascaba un pelo greñudo y sucio del que sobresalían unos cuernos retorcidos más grandes que los de Parfum. Hizo un gesto raro con la lengua y se acuclilló frente a mí para seguir hablando.
Estas en mi territorio, saqueando raíz de Alruune. Cualquier criatura antigua que hubiera intentado arrancarlas se hubiera puesto muy enferma y yo hubiera oído los aullidos desde leguas de distancia. ¿Quién te envía?
Yo… lo siento. Yo… Es que…
Qué facilidad de palabra. Te he encontrado por casualidad. ¿Sabes? Eres una de las criaturas con menos sangre elaín que he visto jamás. Si no llego a pasar por aquí te las hubieras llevado sin enterarme. Eso está muy feo. Repito zagal, ¿quién te envía?
El miedo me impidió responder con la celeridad suficiente y, agachado desde dónde estaba el fauno apoyó las manos en el suelo tras su espalda y me coceó en el pecho. Volé por los aires hasta dar con un tronco. En un movimiento fluido se levantó y empuñó la maza que colgaba de su cinto y ahí hubiera acabado todo si Luila no se hubiera despegado de un tronco y saltado sobre él. Su pelo parecía tener vida propia y enredó al fauno haciéndole caer, unos colmillos amenazantes aparecieron en la boca de la niña-vieja que había tornado su color a un poco saludable marrón verdoso. Antes de intentar morderle fue capaz de gritarme – ¡Corre!– Pero yo ya me había anticipado a su petición y cojeaba a toda velocidad por el bosque.
Evidentemente me perdí.
Tardaron todo un día en encontrarme y Maese Boleto tuvo la desfachatez de recriminarme que no hubiera cogido el cesto con mandrágoras en mi huida. Estaba aterido de frío, asustado y enfadado con todos. Reta, Enzo, el señor Monforte, Maese Boleto y Lady Buche discutieron durante horas, pero sin demasiada importancia, como un percance menor, como una pequeña torpeza sin malicia…
Si hubiera tenido algún sitio a donde ir hubiera abandonado la Compañía ese mismo día. Pero me encerré en el carromato a llorar mis penas y nadie se atrevió a molestarme hasta que finalmente caí rendido por el sueño…
Cuando la Fabulosa Trouppe del Maestro Ahuete  se puso en marcha desde el pueblo de Moonerca, desperté con el traqueteo para descubrir bajo mi manta el pequeño cuchillo curvo de hierro que había dejado caer cuando huía del fauno.

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